Las ondas que vemos… y los monstruos invisibles

Hace ya meses que explicamos que las ondas son fenómenos físicos que podemos aprovechar para transportar información. Luego hablamos de las ondas sonoras y de los distintos tipos que podemos diferenciar en función de su frecuencia: infrasonidos, sonidos audibles y ultrasonidos. Hoy haremos otro tanto con las ondas electromagnéticas, aprovechando que, desde hace unas semanas, ya sabemos cómo se producen (recuerda, por cargas eléctricas que se aceleran o deceleran). Empezaremos por caracterizar la luz visible, y luego presentaremos lo que la realidad de la física esconde en frecuencias más bajas y en frecuencias más altas.

Algunos datos sobre la luz

Nuestra principal forma de conocer el mundo pasa por recibir la luz emitida o reflejada por los objetos que nos rodean. Contamos para ello con dos receptores especializados: los ojos. En realidad, la luz se detecta sólo en las retinas, al fondo de los globos oculares; las demás partes de los ojos sirven para controlar la cantidad de luz que llega a las retinas (abriendo y cerrando las pupilas) y la manera en que lo hace (enfocando de una forma u otra con los cristalinos, nuestras lentes naturales). Las retinas convierten la luz en impulsos eléctricos que llegan al cerebro a través de los nervios ópticos. Y, finalmente, el cerebro «ve«. En el siguiente vídeo se explica bastante bien el proceso (in English, sorry) aunque se habla de la luz en términos de partículas que se desparraman en todas direcciones y rebotan en lugar de ondas electromagnéticas que se propagan y se reflejan. Fotones (que así se llaman las partículas) y ondas son sólo dos formas diferentes de explicar el mismo fenómeno; dos caras de la misma moneda.

Como ya sabes, las ondas electromagnéticas no necesitan un medio para propagarse, ya que pueden hacerlo en el vacío. La luz del Sol, por ejemplo, llega a La Tierra después de haber recorrido una media de 150 millones de kilómetros sin átomos ni moléculas de ningún tipo de sustancia. Y lo hace en apenas 8 minutos, viajando a 299.792.458 metros por segundo. Has leído bien: ¡casi 300.000 kilómetros (unas 7,5 vueltas a La Tierra) por segundo! Además, es obvio que la luz puede atravesar algunos medios materiales, compuestos por  sustancias transparentes o translúcidas, y lo hace con velocidades que dependen de los átomos y de las moléculas con los que se topa. El medio más propicio es el aire, donde la luz alcanza casi la misma velocidad que en el vacío (apenas 88 km/s menos). Ya a través de medios más densos como el agua, el cristal o el diamante, la velocidad baja a unos 230.000 km/s, 200.000 km/s y 125.000 km/s, respectivamente.

Dejemos ahora la velocidad a un lado, y hablemos de frecuencias. Donde decíamos que la frecuencia del sonido se nos manifiesta como tono (grave o agudo), la frecuencia de la luz se nos manifiesta como color. La siguiente figura muestra lo que se denomina espectro de la luz visible, con los colores que corresponden a cada frecuencia. Fíjate que en las frecuencias más bajas (entre 380 y 460 THz, con T de «tera«, es decir, 1 billón) encontramos distintos tonos de rojo, mientras que en la frecuencias más altas (sobre 750 THz) aparece el violeta. Efectivamente, hablamos de campos eléctricos y magnéticos que oscilan cientos de billones de veces por segundo (¿no es impresionante?)

El espectro de la luz visible, con las frecuencias de los 7 colores del arco iris (en THz).

El espectro de la luz visible, con las frecuencias (en THz) de los 7 colores que, se dice, componen el arco iris.

Nota: lo de delimitar 7 colores en el arco iris (cuando en realidad vemos cientos de colores distintos) fue cosa del gran Isaac Newton, que era un tío muy religioso y como tal creía que el mundo, siendo la creación de un dios, debería ser perfecto. El 7 es un número que aparece muchas veces en la Biblia asociado con lo divino, así que aunque Newton sólo distinguía rojo, naranja, amarillo, verde, azul y violeta… se sacó el añil de la manga para que cuadrara todo.

Las ondas de la luz visible recorren distancias muy pequeñas en el tiempo que dura cada oscilación, del orden de diezmillonésimas de metro. Son longitudes de onda comparables al tamaño de las células de la retina, y es precisamente por eso que podemos ver esos colores: las células pueden notar las oscilaciones de los campos eléctrico y magnético. Sin embargo, existen ondas electromagnéticas de todas las frecuencias, que recorren desde kilómetros hasta fracciones de billonésimas de metro en cada oscilación. Todo lo que cae fuera del rango que va del rojo al violeta es invisible para nuestros ojos, pero ello no quita que sea detectable usando distintos aparatos que hemos ido inventando y metiendo en los sistemas de telecomunicaciones.

Lo que no podemos ver

Efectivamente, hay tipos de luz que no podemos ver. Imagínate tendido en una playa un día de verano, a primera hora de la tarde. Ves mucha luz, y donde te da el Sol notas que tu piel se calienta. Tu piel también está detectando la luz del Sol y te informa de ello mediante esa sensación de calor. Pero no capta las mismas ondas que tus ojos; de hecho, detecta más: luz infrarroja y luz ultravioleta además de la luz visible. La luz infrarroja engloba ondas electromagnéticas con frecuencia menor que la de la luz roja (la más baja que puede estimular nuestras retinas), siendo la causante de la sensación de calor. La luz ultravioleta, por su parte, engloba las ondas electromagnéticas de frecuencia mayor que la de la luz violeta (la más alta que podemos ver), que recorren distancias mucho más pequeñas en cada oscilación y, por tanto, son capaces de interaccionar con el material de dentro de las células de la piel, hasta el punto de poder provocar un cáncer si uno no se protege convenientemente.

Este tipo de imágenes traslada lo que se capta en el infrarrojo a colores visibles para nosotros. He aquí un escarabajo que escapa del calor de la arena del desierto subiéndose a una caca fresquita (por el líquido que contiene mientras no se seca del todo) que, de paso, le servirá de alimento.

Las ondas infrarrojas y ultravioletas están ahí, funcionan exactamente igual que la luz visible (son ondas electromagnéticas), pero nuestros ojos no las perciben. Otros animales, en cambio, sí ven algunas de esas frecuencias. Por ejemplo, las serpientes de cascabel pueden ver algunas frecuencias en el infrarrojo, lo que les permite detectar presas de sangre caliente aún en plena noche. Esto es así porque cuanta mayor sea la temperatura de un cuerpo, mayor cantidad de radiación infrarroja emite. Schwarzenegger sobrevivió en «Depredador» (ahora le llaman «Predeitor«) porque se cubrió con barro frío para tapar su radiación infrarroja, que si no… ¡a lo mejor se habría evitado la bancarrota de California! Por otra parte, hay muchos pájaros, reptiles e insectos que pueden ver en el ultravioleta, debido a que muchas frutas, flores y semillas destacan mucho más sobre el fondo en esas frecuencias que en las de la luz visible. Los plumajes de muchos pájaros, al igual que los pétalos de muchas flores, contienen patrones invisibles para nosotros, pero que han jugado un papel muy importante en su evolución y supervivencia. Algunas mariposas incluso disponen de un sistema de comunicación basado en luz ultravioleta para enviarse mensajes con fines de apareamiento –algo similar a lo que hacen las luciérnagas con luz visible, pero con una probabilidad mucho más alta de que ningún depredador «normal» las vea.

A la izquierda, lo que dibuja la luz visible sobre una flor de onagra (amarillo plano). A la derecha, lo que dibuja la luz ultravioleta, «repintado» en colores visibles para nosotros. Esa zona central destacada indica claramente a los insectos dónde se encuentra el polen que andan buscando.

Siendo rigurosos, hay que decir que las células de nuestros ojos sí que reciben las radiaciones infrarrojas y ultravioletas: unas las calientan y otras inciden sobre los orgánulos del interior, pero los mecanismos fisiológicos de la retina no transforman esas interacciones en señales eléctricas interpretables por nuestro cerebro. Lo captamos, pero no vemos.

A continuación, vamos a hacer un breve recorrido para ver qué nos encontramos tanto por debajo del rojo como por encima del violeta. Para no perdernos, utilizaremos como guía la siguiente figura, que muestra las distintas bandas de frecuencias junto con cosas de tamaño comparable a las longitudes de onda correspondientes, desde el Everest hasta las moléculas de agua y el átomo de hidrógeno, pasando por ojos de aguja, glóbulos rojos, virus y ADN.

¿Qué hay por debajo del rojo?

Según bajamos desde las frecuencias de la luz roja, nos encontramos primeramente los rayos infrarrojos. Te sonará que la mayoría de los mandos a distancia funcionan por infrarrojos, emitiendo rayos de luz que nosotros no podemos ver, pero que sí captan los aparatos que controlamos (igual que los ven las serpientes de cascabel). El Sol y las bombillas tradicionales también emiten gran cantidad de rayos infrarrojos, que percibimos como calor a través de la piel. Dado que tienen longitudes de onda similares, los infrarrojos interactúan con las cosas de manera muy parecida a la luz visible. Por eso, por ejemplo, no atraviesan paredes, de ahí que no puedas manejar la tele con el mando a distancia desde otra habitación.

Si seguimos bajando en frecuencia abandonamos los terahercios y nos adentramos en los gigahercios. De 300 GHz hacia abajo encontramos la zona de las mal-llamadas microondas, que, en lugar de micras (milésimas de milímetro) tienen longitudes de onda entre 1 mm y 30 centímetros. Todos hemos oído hablar de las microondas, aunque sólo sea por el aparato que usamos para calentar la leche. Una «leyenda urbana» dice que las ondas de ciertas frecuencias (especialmente las de 2,4 GHz, «las peores«) interactúan fuertemente con los enlaces entre los átomos de hidrógeno y oxígeno que forman las moléculas de agua (o entre los enlaces que se forman entre moléculas del agua líquida, a saber). En realidad, sin embargo, resulta que el agua no es especialmente sensible a las frecuencias de las microondas. Como apuntan los amigos de Naukas en «Cómo calienta un microondas o la resonancia que nunca fue«, el principio de funcionamiento del microondas es muy simple: si confinamos radiación electromagnética en una caja metálica de la que no puede salir, poco a poco irá transfiriendo energía a lo que haya dentro de la misma. Pronto dedicaremos una entrada a explicar por qué las ondas no pueden salir de la caja, pero es importante que te quedes con que las microondas no te van a cocinar el cerebro. Por lo demás, hay que decir que, por su longitud de onda, las microondas siguen interactuando con objetos que podemos encontrar de manera cotidiana, pero ya no se tropiezan con cosas que caben en una mano y pueden atravesar paredes si tienen suficiente potencia.

Buuuuh! Pulsa sobre la imagen si quieres leer por qué algunos entienden que «las microondas son, literalmente, el demonio«. Para nada recomendable 🙂

En el mismo rango de las ondas centimétricas, con frecuencias de unos cuantos gigahercios, tenemos sistemas de comunicación tan populares como el Wi-Fi, que utilizan ordenadores y cacharros móviles para conectarse a Internet sin cables. Con esa longitud, estas ondas son capaces de pasar sin percibir los objetos pequeños, aunque les siguen molestando las paredes. Por eso la red Wi-Fi de casa funciona bastante bien cerca de donde tenemos la antena pero dos o tres habitaciones más allá ya no va tan rápido.

Un poquito más abajo en frecuencia tenemos las ondas que utilizan los teléfonos móviles para comunicarse con las antenas de telefonía. Son ondas de unos 30 centímetros, que como tales atraviesan sin dificultad las paredes de nuestra casa y otros muchos objetos. Claro que si te escondes demasiado (por ejemplo, en un túnel), entonces se pierde la cobertura. En esto no sólo influye el obstáculo en sí, sino también que son ondas de bajísima potencia, que en cuanto se encuentran un obstáculo de un tamaño considerable no pueden con él.

Justo por debajo de las ondas de los móviles, sobre ondas de entre 30 centímetros y 1 metro de longitud viaja la señal de televisión. Son ondas que llevamos ya más de un siglo utilizando. Se propagan muy fácilmente por la atmósfera, tropezando sólo con objetos grandes –de los que suele haber muy pocos entre un repetidor (situado sobre un monte o un edificio alto) y las antenas que apuntan hacia él (que para eso se ponen sobre los tejados). En frecuencias menores tenemos, finalmente, las ondas de radio: primero las de FM (hasta los 100 MHz, que son 3 metros de longitud de onda) y luego las de AM (hasta 150 KHz, 2 kilómetros de longitud de onda). Estas ondas son tan grandes que pueden llegar muy, muy lejos: no ven casi ningún objeto, todo es pequeño para ellas. Por debajo de 150 KHz ya es poco el provecho que podemos sacar a las ondas de cara a sistemas de telecomunicaciones, y pronto explicaremos por qué.

El «inquietante» HAARP trabaja con ondas de radio, cuyas propiedades para el control mental de las masas, provocar terremotos y alterar la meteorología siguen pendientes de demostración (…)

La principal conclusión de todo esto, de momento, es que hay muchas cosas más acá de las ondas electromagnéticas que podemos ver. Ya veremos un poco más adelante que el uso que les hemos dado a todas estas bandas de frecuencia no es caprichoso. ¿Por qué utilizamos ondas centimétricas para la Wi-Fi? ¿Por qué la televisión va en frecuencias más altas que la radio? ¿Por qué es mejor la calidad del sonido en FM que en AM? Hay muy buenas razones para todo ello, pero tiempo al tiempo. De momento, vamos a repasar lo que hay más allá de la luz visible.

¿Y qué hay por encima del violeta?

Lo primero que nos encontramos en frecuencias mayores que las de la luz violeta es la radiación ultravioleta, lo que hace 200 años (cuando se descubrieron) se llamaban «rayos químicos» –los infrarrojos eran «rayos calóricos«. Te sonará, de muchas noticias aireadas por los medios de comunicación, que la radiación ultravioleta es peligrosa. Y algo de verdad hay en ello, porque a estas frecuencias ya empezamos a hablar de radiación ionizante, es decir, de ondas que, debido su longitud de onda y su energía, pueden interactuar con el material químico que tenemos dentro de las células, arrancando electrones de átomos y moléculas que mejor sería no tocar. Pero no lo metamos todo en un único saco, que luego nos inventamos cosas como la «hipersensibilidad electromagnética» y hasta nos podemos llegar a sentir mal de verdad.

Por ejemplo, las primeras frecuencias por encima de los 800 THz, en la región que llamamos ultravioleta cercano, tienen un comportamiento muy parecido al de la luz visible, y no son en absoluto peligrosas. Los rayos UVA, esos que se utilizan en los solariums para coger buen color de cara al verano, son radiación ultravioleta de baja frecuencia –baja para ser ultravioleta, se entiende– y sólo resultan peligrosas en exposiciones demasiado prolongadas (quemaduras, melanomas, etc). En dosis bajas no hay problemas. Los rayos UVB, que tienen frecuencias un poco más altas, pueden quemar más rápido, pero por suerte llegan a nosotros en cantidades menores. Sin embargo, los rayos UVB son también los que favorecen la producción de vitamina D en la piel, que resulta fundamental para el correcto funcionamiento de los sistemas nervioso e inmunitario, así como para el crecimiento y el mantenimiento de los huesos. Ya por encima de los rayos UVB aparecen los UVC y las zonas de ultravioleta medio, lejano y extremo. Todo peligroso para nosotros –lo que algunos llamamos «radiación ultraviolenta» (). Sin embargo, las ondas de estas frecuencias tienen muchas utilidades prácticas si las utilizamos convenientemente: desde la desinfección de superficies y líquidos (por exterminio de virus, bacterias y otros agentes patógenos) hasta distintos tipos de tratamientos para enfermedades de la piel (principalmente eccemas, psoriasis y vitíligo) e instrumentos para el estudio de las proteínas y el ADN. Ya que sabemos que estas ondas pueden provocar cambios en las estructuras biológicas más elementales, simplemente es cuestión de dispararlas debidamente.

¡A esterilizar se ha dicho! En el momento de sacar esta foto, un montón de ondas de luz ultravioleta (que no podemos ver) están haciendo estragos en el interior de las células de los microbios que pudiera haber en el lugar.

Más allá del ultravioleta extremo, con frecuencias entre 30 PHz (petahercios, con «peta» de mil billones) y 30 EHZ (exahercios, con «exa» de 1 trillón), están los rayos X. El nombre se lo puso su descubridor, el alemán Wilhelm Conrad Röntgen, después de hacer decenas de experimentos con unos rayos que no sabía qué eran, ni cómo se producían («si no sabes qué es, llámale X«). El propio Röntgen comprobó que estos rayos tienen una gran capacidad de penetrar en los objetos sólidos, y precisamente de ahí se derivan los numerosos usos que les damos hoy en día: radiografías, detección de defectos en todo tipo de construcciones, seguridad en aeropuertos, identificación de estructuras de minerales, etc. Al contrario de lo que pasa con las ondas de longitudes de onda muy grandes, que «no ven» los objetos pequeños, los rayos X y las ondas aún más pequeñas son capaces de atravesar materiales porque su tamaño (longitud de onda) es comparable al tamaño de los enlaces entre las moléculas. Así, se «escurren» por dentro de los materiales hasta que «tropiezan» con algún electrón de algún enlace, destruyéndolo. De ahí que los rayos X sean peligrosos si se reciben en exceso, pues pueden alterar los enlaces de las moléculas de ADN y, con ello, provocar la aparición de células tumorales (con una probabilidad que crece con la cantidad de rayos X recibidos, claro). Una radiografía utiliza esta propiedad de los rayos X: atravesarán muestro cuerpo chocando de vez en cuando contra nuestras moléculas, y chocarán mucho más contra los huesos que contra los tejidos blandos, mucho menos densos.

En Estados Unidos y Canadá, allá por la década de 1920, se popularizó incluso un método de depilación (sí, has leído bien: depilación) basado en rayos X. El pelo caía, sí. Y no volvía a crecer, cierto. Pero los usuarios del sistema desarrollado por un tal Dr. Albert Geyser no tardaron en sufrir todo tipo de desfiguraciones, queratosis, úlceras, carcinomas y demás. El método fue prohibido en 1929, pero muchas personas (en su mayoría mujeres) siguieron recurriendo a él en clínicas clandestinas hasta bien entrados los años 50. Es lo que tienen las modas, la desinformación y la ignorancia. Muchas de esas personas murieron, hasta el punto de que en 1970 un estudio estimó que más de un tercio de todos los cánceres inducidos por radiación en mujeres durante los últimos 46 años se debían a la depilación por rayos X. Casi nada.

Ya por último, las frecuencias más altas (hasta lo máximo que hemos llegado a medir) las englobamos en los rayos gamma, procedentes de reacciones que tienen lugar en el núcleo de los átomos –a diferencia de los rayos X, que son emitidos por electrones orbitando alrededor del núcleo. Lejos de proporcionarnos superpoderes como les sucedía a Hulk y RadioactivoMán, los rayos gamma tienen una capacidad sin igual para destrozar la delicada maquinaria química de nuestras células. Precisamente por eso los podemos aprovechar para destruir todo tipo de microbios, a fin de esterilizar instrumental médico o mejorar la conservación de semillas. También se utilizan en distintos tipos de terapias contra el cáncer (si apuntamos bien, podemos matar a las células malas) y, como tienen todavía mayor poder de penetración que los rayos X, también en instrumentos para el diagnóstico de anomalías del corazón y el cerebro.

En perspectiva

Llegados a este punto, cabe recordar que la gran mayoría de los sistemas de telecomunicaciones modernos se basan en ondas electromagnéticas, pues dan mucho más juego que las ondas mecánicas. Poco a poco iremos explicando diversos motivos por los que esto es así, pero el primero de ellos podrás entenderlo ya sin más preámbulos. Para empezar, las ondas electromagnéticas viajan mucho, pero mucho más rápido que las ondas mecánicas. Por ejemplo, si el teléfono funcionara por ondas mecánicas, todo lo que fuera llamar más allá del propio vecindario supondría unos retardos inaceptables. Aún utilizando conductos de hierro –por donde el sonido viaja a unos 5.000 m/s– una llamada entre Pontevedra y Sevilla sufriría retardos de más de 2 minutos en cada sentido. Sería imposible comunicarse: ya sólo en saludar se irían más de 5 minutos. Lo que hace el teléfono es convertir los sonidos en impulsos eléctricos, que se traducen en ondas electromagnéticas (ya les echaremos un ojo más adelante). Esas ondas cubren la distancia entre Pontevedra y Sevilla en poco más de 2 milésimas de segundo. Al llegar, se reconstruye el sonido (también veremos cómo se hace) y listo. Está comprobado que los humanos podemos mantener una conversación cómodamente con retardos de hasta 2 décimas de segundo, de donde se deduce que las ondas electromagnéticas pueden dar servicio perfectamente a las conversaciones entre dos puntos cualesquiera de la Tierra, que «sólo» tiene 40.000 km de circunferencia. Si viviéramos en Júpiter, cuyo radio es 11 veces el de la Tierra, la cosa cambiaría, porque dos teléfonos situados uno en las antípodas del otro no podrían intercambiar información con menos de 1 segundo de retardo. Y sería un problema sin solución, porque –que sepamos por ahora– nada puede viajar más rápido que la luz por el vacío. Por la misma, si un día enviamos una persona a Marte, desde luego que no podremos mantener una conversación en vivo, porque el retardo medio sería de ¡12 minutos! Hasta qué punto esto supone un problema lo saben perfectamente los participantes del experimento Mars500.

Sí, Júpiter es muuuy grande. En cambio, nuestro planeta tiene un tamaño que viene como anillo al dedo a nuestra tecnología.

Hay que decir que el uso de ondas electromagnéticas del ultravioleta para arriba en sistemas de telecomunicaciones se ha reducido al ultravioleta cercano. Las radiaciones X y gamma, de momento, conllevan demasiados peligros y desafíos técnicos como para utilizarlos con este fin. Sin ir más lejos, a ver cómo hacemos para detectar las ondas… ¡si atraviesan los receptores! Pero quién sabe qué necesidades nuevas tendremos que cubrir en el futuro que justifiquen acercarse, al menos, a los rayos X. Eso sí, en la exploración espacial se observan absolutamente todas las franjas de frecuencias, porque de ahí fuera nos llegan radiaciones de todo tipo, y de todo se aprende.

No queremos cerrar esta entrada sin destacar lo grandioso que es el ser capaces de comprender y manipular fenómenos que ni siquiera podemos percibir. De la mano de la física, la química y las matemáticas nos hemos adentrado en el mundo de lo infra y lo ultra hasta el punto de poder hacer con las ondas lo que queramos. En estos tiempos en que la conspiranoia, las pseudociencias y el pensamiento mágico conquistan terreno entre las mentes poco amuebladas, vale la pena reflexionar sobre lo que hemos conseguido con la ciencia de verdad. Se ha ganado un respeto, ¿no crees?

Comments
8 Responses to “Las ondas que vemos… y los monstruos invisibles”
  1. thegreek80 dice:

    Muy buen artículo, enhorabuena. En mi blog también hablo de fotometría, estrellas y telecomunicaciones. Por ejemplo:

    La escala de brillos de Hiparco de Nicea. Fotometría I

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  3. […] la superficie de un tomate maduro (se reflejan sólo las componentes dentro de la zona roja del espectro electromagnético). Todos estos efectos encuentran explicación en la disposición de los electrones de los […]

  4. […] frecuencias por encima de los infrarrojos y por debajo de los ultravioleta (si no lo sabes, pulsa aquí). Ambos fenómenos pueden verse como el resultado de una operación de filtrado que tiene lugar en […]

  5. […] Tomemos como ejemplo un día de playa después de comer, cuando el sol brilla con intensidad. Si estamos expuestos a la radiación podemos notar que nuestra piel se calienta: a nuestra dermis está llegando la luz del sol y nuestro cuerpo nos informa de ello mediante la sensación de calor. Sin embargo, nuestros ojos no son capaces de ver esas ondas. Ese es el tipo de información que la cámara de Hegyi podrá mostrar. […]



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